4/07/2009

DILES QUE NO HEMOS MUERTO

A Antonio Meza Bravo
Vencedor de Yahuarina
Héroe y Mártir de Molinos
LA BATALLA, cruenta, inesperada, estalló en las heladas pampas de Molinos. Desde la lejanía podían verse los faros de los dos caminos que ardían horadando las fauces de una madrugada densa, oscurísima, imponente. Los vehículos, desvencijados, avanzaban hacia Tarma. Setentaidos guerrilleros entre hombres y mujeres viajaban escondidos, apretujados, silenciosos, con los fusiles en las piernas y recostados contra sacos y costalillos.

Acuchillados por el frío escuchaban el jadeo asmático, acezante, de los motores entreverado con el aullido del viento que se encrespaba batiendo las carreteras, arremolinándose en las pampas.

Los camiones ascendían lentamente, dando tumbos en un camino agrietado, desnivelado, polvoriento. Cuando se escuchó una voz apagada, “Yupanqui, ¿me escuchas Yupanqui? Era José La Torre Escalante que emocionado le decía que iban a combatir juntos. Que había llegado el momento de realizar lo que tanto ansió en el Cusco. Yupanqui sonrió en la oscuridad y recordó la experiencia fracasada, la prisión del flaco La Torre y de la mayoría de los compañeros escogidos para conformar lo que pudo ser la primera columna guerrillera del MRTA operando en las zonas altas de Cusco. Habían pasado varios años. Recordó la irresponsabilidad de los que estuvieron al mando, sus comportamientos autosuficientes, fanfarrones, frívolos, y su gesto se endureció.

Yupanqui acariciaba su FAL y las imágenes sucesivas, una tras otra, emergían revistando su vida, y de pronto se veía niño correteando en la chacra, en el convento de Arequipa donde los curas le dicen que no puede ser sacerdote porque sus progenitores no eran casados, en el cuartel con el grado de sargento segundo, el reencuentro con el padre después de muchos años de alejamiento, el abrazo, el amor que renacía, las lágrimas, otra vez la chacra trabajándola, hasta que conoce a Juan Paucarcaja Chávez, sindicalista militante del Movimiento de Izquierda Revolucionaria, pero abruptamente los recuerdos se interrumpen cuando el camión se detiene lanzando una respingo. Por las voces saben que son los militares los que han parado el transporte. Los cuerpos se tensan, preparan las armas, aguzan los oídos y sienten que manipulan los cerrojos de la tolva. Los guerrilleros rastrillan los fusiles, empujan con decisión las puertas y disparan. Los fogonazos rasgan por unos segundos las tinieblas y ven caer a los soldados con el estupor congelado en sus rostros, los guerrilleros saltan a tierra y la pesada losa de silencio se quiebra al escucharse el bravío grito de guerra ¡CON LAS MASAS Y LAS ARMAS! ¡PATRIA O MUERTE! ¡VENCEREMOS!.

La batalla, cruenta, sorpresiva, estallaba en las heladas pampas de Molinos.

SU MEMORIA no registra que 24 años atrás después del intenso tiroteo todo pareció sosegarse y una mano de serenidad se aposentó. Parapetado entre unos peñascos cubiertos de maleza, Ciro no recuerda que tenía todos sus sentidos dirigidos hacia abajo, puestos en la carretera. Mientras sujetaba su escopeta no reparaba en la violenta emoción que lo sofocaba ni que en sus oídos aún trepidaba la resonancia de los tiros.

Sus ojos escudriñaban con ansiedad los cuerpos inertes de los policías, que se encontraban despatarrados en el camino. El olor acre de la pólvora se disolvía moroso y su conciencia no recuerda su visión recorriendo los quepís desperdigados, deteniéndose codiciosa en las sub-ametralladoras, los revólveres que reverberaban en el terral, tampoco consigna la voz de Máximo Velando, del compañero Mamani, ordenando bajar.

Ciro salió corriendo de la espesura al igual que los otros combatientes empuñando sus armas precarias. Mientras descendían pensaban que al fin tendrían armamento moderno. La emboscada a la patrulla policial que los perseguía, comandada por el Mayor GC Horacio Patiño, conocido asesino de campesinos inermes, había sido victoriosa. El aviso de los pobladores que indicaron la ruta, así como el agreste paraje de Yahuarina que cobijó a los guerrilleros, propiciaron el contundente golpe militar al enemigo.

No recuerda que meses después la guerrilla fue derrotada y él apresado, torturado hasta la exasperación y el delirio, que su pequeño cuerpo atormentado, enfebrecido, se estremecía en el hospital en lucha feroz contra la muerte. Después, con otros revolucionarios, lo recluyeron en la cárcel, donde al cabo de cinco años duros, insufribles, recuperó la libertad logrando salir de ese pozo abyecto que son las prisiones peruanas.

Temporalmente archivó su nombre de guerra, sus apelativos de la clandestinidad, Pipo, Ciro y no sabe aún que posteriormente adoptaría los de Andrés, Yupanqui y tuvo que asumir públicamente su verdadera identidad, al desempañarse como dirigente nacional de la Confederación Campesina del Perú; Antonio Meza Bravo tenía que actuar legalmente, pero sus nombres verdaderos huyeron de su memoria y tampoco retiene las circunstancias de su elección, los años de trabajo arduo, tesonero, los viajes por las comunidades campesinas, su entrega a la labor gremial.

Le es imposible completar las imágenes de su retorno a la vida política. Que a través del MIR El Militante junto a compañeros más jóvenes se esforzaban por reconstruir el MIR que conoció y vivió, el MIR por el que sufrió prisión, por el que estuvo dispuesto a matar y morir, el MIR capaz de insurreccionarse, de alzarse en armas. Ese MIR que organizaba a las masas para la guerra revolucionaria y no para convivir con el sistema.

También ha olvidado el áspero debate del primero de marzo del ochentaidos, cuando se discutía el nombre de lo que en ese momento era una pequeña organización. Muchos compañeros insistían en el nombre de MIR y Andrés tomó la palabra. “El MIR, -dijo-, fue hechura de gente audaz, de combatientes que pertenecieron a otra organización. Esos compañeros cumplieron su destino histórico y lo que los movió, la lucha armada, es lo que debemos rescatar. El nombre de MIR y el de sus creadores está siendo enfangado, prostituido, vejado en esas exhibiciones de siglas y afiches que pasean en los mítines, en esos carnavales electoralistas.

Si realmente vamos a ser consecuentes con lo que decimos, si es que efectivamente vamos a dar el salto a la lucha armada, entonces a una nueva generación le corresponde un nuevo nombre. Yo opino por la propuesta de llamarnos Movimiento Revolucionario Túpac Amaru.

Ahora que Yupanqui yace extendido, desangrándose, estas imágenes se le amontonan, se confunden, huyen, se trastocan y apenas si registra el momento en que saltó del camión disparando. Tenía que economizar municiones, tiro por tiro, no veía nada, las tinieblas eran impenetrables y se arrojó al suelo. El silencio empezó a poblarse de gritos, órdenes, quejidos, tableteo de armas. Hasta que amaneció. Vio cuerpos de soldados tirados, la pampa pelada, casi sin parapetos y le pareció que ese cielo intensamente azul seguía siendo hermoso. En su agonía, con el pecho desflorado, sangrante, recuerda nítidamente que se defendieron, que pelearon como fieras y a su memoria acuden persistentes las imágenes de los soldados huyendo, de los compañeros rompiendo el cerco con apenas cinco heridos y de pronto los refuerzos, los helicópteros artillados que empiezan a cazarlos, el parque que se le acaba y él gritando a sus compañeros que se quedaría cubriendo la retirada, que trataran de salir, de ganar las alturas y su dedo apretaba con rabia el gatillo y mientras atacaba pensaba que no le importaba morir, que esos jóvenes combatientes se salvaran, que él viviría en cada tupacamarista que empuñara un arma y la dirigiera contra el enemigo, hasta que se le agotaron las balas y sintió el impacto quemante que le penetraba el pecho y lo arrojaba de espaldas.

Permaneció desangrándose, escuchando remotamente disparos, aves, lamentos, voces ensuciadas por el miedo que no reconocía y que ordenaban rematar a los heridos, fusilar a los prisioneros y apenas si pudo ver al oficial que pálido y tembloroso se le acercó, le colocó el cañón del fusil en el rostro y tiró del gatillo.

0 comentarios: