Los cuatro años de gobierno de la Presidenta Michelle Bachelet se terminan con el Wallmapu en una espiral de violencia colonial que golpea de lleno a nuestro pueblo. La muerte de nuestros jóvenes, cobardemente asesinados por Carabineros de Chile; los traumatismos de nuestros niños, algunos de ellos incluso tiroteados con perdigones; las brutalidades contra nuestros ancianos, nuestros longko y machi, golpeados y humillados en los continuos allanamientos de nuestras comunidades por parte de efectivos del Grupo de Operaciones Policiales Especiales (GOPE), son la respuesta del Gobierno a las históricas reivindicaciones de nuestro pueblo.
Frente a las movilizaciones por la recuperación de tierras que legítimamente son nuestras, el Estado chileno ha optado por la represión, militarizando una vasta zona del País Mapuche. La estrategia es la intimidación, doblegar la voluntad, paralizar por miedo. La táctica son los allanamientos violentos contra las comunidades y hogares estudiantiles: se trata, en estos cuatro años, de cientos de allanamientos; algunas comunidades, como Temukuykuy, victimas de un estado de sitio permanente. El método es el ataque con tropas de choque, que equipadas con armas de guerra irrumpen brutalmente y en medio de insultos racistas golpean a las personas y destruyen sus casas. El costo humano para nuestro pueblo son cientos de heridos, muchos a bala o perdigón, algunos con secuelas físicas graves de por vida, y cientos de detenidos entre hombres, mujeres, niños y ancianos, todos maltratados y fichados como delincuentes.
Estamos aquí ante operaciones punitivas colectivas –pues la acción represiva no está dirigida contra una persona en particular sino contra la población de la reducción o los estudiantes del hogar en su conjunto– que se inscriben en una estrategia de intimidación dirigida contra todo el pueblo mapuche. Operaciones de este tipo fueron practicadas por la Dictadura, cuando tropas del Ejército tomaban por asalto poblaciones enteras como fue el caso de La Pincoya o La Victoria. El método de la punición colectiva es empleado hoy por el régimen chino contra tibetanos y uigures, por Turquía contra los kurdos o por Israel contra los palestinos; en el pasado lo usó la Francia colonial en Argelia e Inglaterra en Irlanda, también el Estado español contra los vascos y, desde luego, Chile y Argentina durante la «Pacificación de la Araucanía» y la «Campaña del Desierto», respectivamente. A lo largo de la historia ha sido siempre parte del arsenal represivo de los regímenes coloniales o de opresión nacional.
Carabineros es en Wallmapu una fuerza de ocupación y se comporta como tal; a ninguna categoría de la población chilena da el Estado el trato reservado a los mapuche. Las imágenes filmadas por Canal 13 el pasado 16 de octubre, que muestran cómo elementos del GOPE agreden salvajemente en la comisaría de Ercilla a nuestro peñi Carlos Kurinaw, hijo del longko de la comunidad Wañako Millaw, permiten hacerse una idea del comportamiento de esta tropa cuando opera al interior de las comunidades, lejos además de las cámaras de la televisión y los profesionales de la prensa. La violencia es también el hostigamiento policial, que en un contexto colonial es siempre racista. Una ilustración es la detención abusiva, el 3 de abril de 2008, de nuestro peñi Waykilaf Kadin cuando salía de la Intendencia Regional, filmada por un equipo de Canal 2 de Temuko presente en el lugar. La prepotencia policial fue tal que provocó la indignación del público presente, así como los comentarios escandalizados de un periodista del canal que cubría el hecho. Aquí la derecha no habla de vejámenes ni abusos policiales, por el contrario, guarda hipócrita silencio.
De la misma impunidad benefician los jefes policiales responsables del montaje destinado a encubrir el asesinato del peñi Jaime Mendoza Kollio. Quedó demostrado que las fuerzas represivas fabricaron pruebas y mintieron; más allá de un discreto y expedito traslado –en la misma función– a Magallanes del entonces Jefe de la IX Zona de Carabineros, Cristian Llévenes, ¿cuáles son las sanciones que el Gobierno prevé aplicar ante hechos de tal gravedad, comunes durante la pasada dictadura pero inaceptables en una democracia? ¿Qué garantía puede haber así de que se haga justicia y se castigue a los responsables de los asesinatos de Alex Lemun y Matías Katrileo, cuando sus casos radican en la justicia militar? En un verdadero Estado de derecho democrático los crímenes de militares contra civiles son competencia de la justicia penal ordinaria. No es el caso en un país como Chile, con una Constitución heredada de la dictadura y con poderes fácticos que han secuestrado por décadas la soberanía popular.
La represión policial va acompañada, lógicamente, de la represión judicial. E incluso del ensañamiento judicial, cuando se trata de dar satisfacción a los poderosos: la condena el 2003 a cinco años de cárcel por «amenaza terrorista» de los longko Pascual Pichun y Aniceto Norin, ilustra bien la parcialidad de la justicia. Reclamada por Agustín Figueroa, latifundista en Wallmapu, miembro de la Corte Suprema y ex ministro del Presidente Patricio Aylwin, la condena la consigió en un segundo juicio, luego que un primer juicio absolviera a los longko. Se trata de juicios políticos, dirigidos contra militantes a quienes se les aplica la Ley de Seguridad Interior del Estado y la Ley Antiterrorista. El uso de una legislación de excepción por parte del Estado es criticado no sólo en Chile sino también por importantes organismos internacionales de Derechos Humanos. Ya en 2003 el informe elaborado por el Relator Especial sobre la situación de los Derechos Humanos y las libertades fundamentales de los indígenas, Rodolfo Stavenhagen, del Consejo de Derechos Humanos de Naciones Unidas, instaba al Gobierno a renunciar a su utilización por ser desproporcionada. En 2009, el nuevo Relator Especial James Anaya, en un segundo informe sobre la situación vuelve a insistir en el mismo sentido.
El responsable político de la represión contra nuestro pueblo es naturalmente el Gobierno de Chile, que no ha estado a la altura del conflicto en Wallmapu. Más aun, que no quiere ver su naturaleza política ni sus raíces históricas, criminalizando las movilizaciones y encarcelando nuestros hermanos. En vez de examinar el problema en toda su magnitud y complejidad y abordar las causas de fondo y buscarle solución, el Gobierno se ha comportado como simple sirviente de la CORMA, la SOFO y los latifundistas. Ha invertido cientos de miles de dólares para la protección de latifundistas y plantaciones forestales; otros cientos de miles son invertidos para el equipamiento de las fuerzas represivas utilizadas contra los mapuche. Todo un despliegue de medios y recursos por parte del Estado para resguardar los privilegios de los poderosos y reprimir a nuestra gente de las reducciones.
Una historia de violencia colonial
La violencia en Wallmapu no la instaló el pueblo mapuche sino el Estado chileno, y se inició con la invasión chilena a nuestro territorio independiente en la segunda mitad del siglo XIX. Como toda guerra de ocupación, la conquista chilena fue cruenta. A medida que avanzaba la ocupación desde el norte, la limpieza étnica mediante masacres de poblaciones indefensas, el saqueo del ganado (o la matanza del que no se podían llevar los soldados chilenos y sus auxiliares), sin olvidar el robo de miles de joyas de plata, el incendio de las casas y la destrucción de los sembrados, empujaba a la población sobreviviente hacia el sur. Miles de guerreros muertos defendiendo el País Mapuche y la independencia, niños, mujeres y ancianos indefensos masacrados, la «Pacificación de la Araucanía» significó una enorme sangría demográfica para nuestro pueblo. La derrota militar en ambos lados de la Cordillera de los Andes tuvo como consecuencia la división de nuestra nación por dos Estados, la expoliación territorial, la destrucción de la base económica ganadera y comercial y el debilitamiento de la estructura social. Pasamos de ser un pueblo soberano en nuestro propio país a la condición de pueblo subordinado y colonizado. ¡Ello si que fue violencia!
Con el objeto de liberar tierras para la colonización, el gobierno chileno promulga en 1866 la llamada Ley de Radicación. Esta ley, que preveía la concentración de la población mapuche en reducciones, no pudo ser aplicada hasta el término de la guerra de ocupación, en 1883. A partir de esa fecha y hasta 1929 el Estado creó unas 3.000 reducciones, otorgando Títulos de Merced sobre 500.000 hectáreas de tierras solamente. Esta superficie es claramente insuficiente; hay que considerar que corresponden sólo al diez por ciento del territorio mapuche independiente anterior de la invasión chilena. Por sí solas, estas cifras ilustran la magnitud del despojo, que no hubiera sido posible sin el sometimiento por la fuerza de nuestro pueblo. No somos un pueblo pobre sino empobrecido. La pobreza mapuche actual se explica por ese acto de despojo por parte del Estado chileno. Esta se agravó con la usurpación por colonos y latifundistas de parte importante de las tierras que el Estado había dejado, de acuerdo a su propia legalidad, como propiedad de las reducciones mapuche. Víctima de la usurpación, de la discriminación y violencia, nuestro pueblo no encontró tampoco amparo en la policía ni en la Justicia, corrompidas y coludidas con los asesinos y usurpadores.
El movimiento mapuche nació en un clima de violencia colonial en el País Mapuche igual o peor al que se vive hoy. Las dos principales organizaciones de los orígenes del movimiento, la Sociedad Caupolican Defensora de la Araucanía, fundada en 1910, y la Sociedad Mapuche de Protección Mutua fundada en 1916 ( transformada a partir de 1921 en Federación Araucana) son creadas cuando colonos y latifundistas marcaban al hierro candente a nuestros abuelos, les quemaban sus casas y los asesinaban para apropiarse de sus tierras, cuando la policía al servicio de los poderosos los perseguían y mataban pretextando combatir el cuatrerismo y la delincuencia. Tal como en la actualidad, la violencia colonial se legitimaba criminalizando al colonizado. Pese a ello, durante las siguientes décadas nuestras organizaciones bregaron por recuperar las tierras usurpadas y elaboraron distintas demandas que a la base exigían dignidad y respeto, tan elemental como eso. Lo hicieron en la calle y en los campos, en las urnas y en el Parlamento.
A fines de los años 60’ y principios de los 70’ gran cantidad de comunidades se lanzaron a recuperar sus tierras en masivas movilizaciones. Pese al clima de la época ningún latifundista fue muerto por manos mapuche, pero si hermanos nuestros por latifundistas; es el caso del peñi Moisés Wentelaf, asesinado en 1971 en el Fundo Cheske, cuando contaba con sólo 24 años. Con el golpe de Estado militar de 1973 nuestro pueblo sufrió cientos de detenidos, muertos y desaparecidos. En 1984, en plena dictadura militar, muere el peñi Manuel Melin, egresado de Pedagógia Básica y militante de Ad Mapu, también de 24 años. El certificado de defunción consignó «fallecimiento por inmersión». Sin embargo, días después la ACHA (Acción Chilena Anticomunista) depositó una corona y una tarjeta en la entrada del local de Ad Mapu en Temuko. La tarjeta decía: «Amigo de Ad Mapu, la muerte de Manuel te enseña». Pese a estos golpes, las torturas y los asesinatos, nuestro pueblo no ha renunciado ni renunciará jamás a su derechos. Cien años como movimiento dan cuenta de ello, de una lucha justa, de un pueblo digno y orgulloso.
La injusticia y la violencia
Se pretende responsabilizar a nuestro pueblo de la violencia actual. Es más, se intenta mostrarnos como un pueblo violento y belicoso. Pero hoy como ayer son nuestros los muertos, los encarcelados y los heridos. Ningún usurpador ha muerto o ha pagado con cárcel por sus robos; ninguna autoridad política o policial ha sido juzgada por los crímenes y la represión contra nuestro pueblo. La primera violencia, la verdadera violencia, es la dominación colonial. Se pretende que soportemos con infinita paciencia los golpes, las humillaciones y los asesinatos, que nos conformemos con asistencialismo y programas de superación de la pobreza. Pero, ¿se puede ser paciente cuando se sobrevive en reducciones que son verdaderas villas miserias rurales, mientras al lado hay fundos que prosperan en tierras que nos han sido usurpadas? ¿No es acaso una violencia, una injusticia insoportable que unas cuantas empresas forestales instaladas en gran parte del Wallmapu posean entre ellas más de un millón y medio de hectáreas, más que todos los mapuche juntos? ¿Debemos aceptar, además, que estas forestales prosigan su expansión a costa nuestra, acosando y ahogando a nuestras comunidades? ¿Qué mayor humillación –por último– que la de tener que soportar la presencia en nuestro propio suelo, controlando las vías de acceso a nuestras comunidades, de los guardias de seguridad de estas mismas forestales, milicias de matones que provocan y acosan a nuestra gente?
Los latifundios y las empresas forestales son las dos principales fuentes de conflicto en Wallmapu, y no las comunidades. Hay conflicto porque hay tierras expoliadas, y no somos nosotros los mapuche quienes corrimos por la fuerza a los wingka, asesinando y robando para quedarnos con sus tierras. Las recuperaciones de nuestras tierras son por lo tanto actos legítimos: una cosa es la legalidad en la que se amparan los usurpadores y las autoridades políticas, y otra la legitimidad que tenemos como pueblo para recuperar lo que nos fue expoliado por la fuerza y la violencia. El modelo económico neoliberal que el Estado chileno impone al Wallmapu nos arrincona como pueblo, deforma nuestro territorio y provoca graves problemas medioambientales. Es injusto que sea nuestro territorio el que se vea expuestos a políticas energéticas, como la construcción de represas, que benefician principalmente al desarrollo de Santiago y en particular las actividades productivas de los grandes empresarios. ¿No constituye acaso una situación violenta que el Wallmapu posea los más altos índices de pobreza?
La agudización de la violencia
Frente a las provocaciones de la derecha y a la violencia del Estado, el movimiento mapuche debe responder políticamente. En nuestra condición actual de nación oprimida y colonizada, los mapuche carecemos del poder económico y la fuerza militar que si poseen quienes nos oprimen y explotan. Pero sí podemos, en el terreno político, crear correlaciones de fuerza favorables a nuestros objetivos nacionales; la gran simpatía que tiene nuestra lucha en amplios sectores deberá cristalizar políticamente. Sabemos que se trata de una lucha de largo aliento, de un proceso prolongado y difícil de acumulación de fuerza política propia en función de un proyecto nacional incluyente y liberador. Pero es la única vía posible: la liberación nacional mapuche, la construcción de un Wallmapu autónomo y democrático serán la obra del pueblo mapuche en su conjunto y no de una «vanguardia necesaria» autoproclamada. En política, los caminos que parecen más cortos y directos suelen ser a menudo callejones sin salida. La nuestra es una lucha social, política, de masas o simplemente no lo es.
Para un movimiento nacional que debe desarrollarse en condiciones difíciles, para un pueblo que la colonización ha minorizado en su propio territorio y empobrecido materialmente, que la dominación chilena ha fragilizado como nacionalidad, con la marginalización del mapuzugun y la folklorización de nuestra cultura, la agudización de la violencia tendría graves consecuencias. La estrategia consistente en «agudizar las contradicciones» en un contexto de debilidad estructural puede llevar al bloqueo definitivo de un proyecto nacional. Para el movimiento mapuche no tiene ningún sentido agudizar la violencia en un conflicto que sólo puede tener soluciones políticas, y cuando además el costo humano lo paga nuestro pueblo. Las proclamaciones exaltadas, la virulencia verbal, los discursos y la fraseología seudo revolucionaria y militarista sólo sirven para ocultar la ausencia de un proyecto político y nacional coherente. ¿Es un camino enviar «al frente», contra fuerzas equipadas con armas de guerra y absoluta impunidad en su actuar, a comuneros mapuches desarmados? Bajo ningún punto de vista. ¿Qué cultura política es aquella que legitima con el culto cristiano a los «mártires» el crimen de jóvenes apenas salidos de la adolescencia? Claramente no aquella que hemos heredado de nuestros ancestros.
El escenario de violencia desatada sólo sirve a los fines de aquellos que no quieren una solución política realmente nacional en Wallmapu, de quienes quieren resolver el conflicto político por medio del sometimiento violento: por un lado los latifundistas y empresarios que fundan sus riqueza y privilegios en el saqueo de nuestro pueblo, por otro los sectores duros del Estado, partidarios de mayor represión. Es en este contexto que hay que situar las denuncias de personeros de derecha, tendientes a vincular la lucha de nuestro pueblo con grupos como las FARC y la ETA. Y es también en este contexto que debemos situar un supuesto comunicado mapuche, donde los firmantes declaran la «guerra al Estado» y hacen un llamado a las comunidades «a seguir la misma senda». Que se trate del delirio irresponsable de un grupo desconectado de la realidad o de la manipulación de los servicios de inteligencia chilenos, esta «declaración de guerra» en nada contribuye a la lucha histórica de nuestro pueblo.
La escalada verbal que acompaña la escalada de la violencia policial permite a los sectores más violentistas del Estado justificar la represión y a la derecha desviar la atención de los verdaderos grupos armados y terroristas que existen en Wallmapu: Por un lado el Comando Trizano, banda paramilitar de latifundistas que ha anunciado públicamente sus intenciones criminales y donde hasta la fecha ninguno de sus miembros ha sido detenido ni ha debido responder ante la justicia; y por otro, el Grupo de Operaciones Policiales Especiales (GOPE), fuerza de elite de Carabineros de Chile, responsable del asesinato de Jaime Mendoza Collio y del baleo indiscriminado de niños y niñas mapuches al interior de las reducciones. En este último caso, por tratarse de una institución armada cuyo mandato es gubernamental, podemos hablar de la existencia en Wallmapu de un verdadero escenario de terrorismo de Estado.
Nuestro pueblo tiene derecho a defenderse y a rebelarse. Pero debe usar esa energía para la construcción política nacional. Nuestra lucha de liberación tiene legitimidad histórica y moral; las concepciones modernas del derecho no pueden más que reafirmar nuestro carácter de pueblo con derecho a la autodeterminación. Son hoy otros factores, sobre todo políticos y económicos, que impiden su real ejercicio en Wallmapu. Depende de nosotros, de todo el pueblo mapuche, que ello algún día sea políticamente posible.
Próximo gobierno: soluciones políticas o violencia
El Gobierno que asumirá en marzo, cualquiera que sea, debe tener claro que sin la voluntad del Estado de devolver las tierras reclamadas por las comunidades y avanzar en un mayor estándar de reconocimiento de nuestros derechos nacionales, las movilizaciones de nuestro pueblo continuarán. Si el próximo Gobierno decide proseguir la política represiva de sus predecesores, lo único que provocará con ello es una agudización del conflicto. Si esa fuera su voluntad, debe saber que la violencia no intimidará a nuestro pueblo. No lo hizo en el pasado ni lo hará en el futuro. Trataron de aniquilarnos y somos un pueblo más vivo que nunca. Han tratado de humillarnos y hoy somos más orgullosos de nuestro origen. Lo demuestran a diario las nuevas generaciones. Lo grafican a diario cientos, miles de mapuches que en diversos espacios, en diversas trincheras del quehacer político, social, económico y cultural de nuestro pueblo, se organizan y toman conciencia de su negada identidad nacional.
Pero el próximo Gobierno tiene también la posibilidad de renunciar al uso de la violencia frente a nuestras reivindicaciones y buscar, a través de la negociación política, soluciones que hagan justicia a nuestro pueblo. La actual política represiva arrastra al Wallmapu a un conflicto que será tan largo como inútil, pues al final el Estado tendrá de todas maneras que buscar soluciones políticas. El Estado puede y debe cambiar de política, asumiendo que la única solución no sólo justa sino además eficaz para resolver el escenario actual de conflicto es la devolución de las tierras usurpadas y expoliadas, hoy en manos de los latifundistas y empresas forestales. Si quienes asumirán el gobierno del Estado dentro de cuatro meses tienen la voluntad política de resolver los conflictos territoriales mediante la negociación, ésta deberá centrarse necesariamente en dos temas fundamentales:
— La compra masiva por el Estado de tierras actualmente en manos de empresas forestales y de latifundistas para su devolución a los diferentes lof que las reclaman. El Estado dispone de los recursos financieros para hacerlo y le corresponde hacerlo, pues cuando no fue él quien nos expolió directamente de nuestras tierras para entregarla a colonos y latifundistas, fue él quien avaló a través de su sistema judicial dichas usurpaciones.
— El abandono por el Estado chileno de la política represiva en Wallmapu. Ello implica el retiro del GOPE del País Mapuche, la desmilitarización de las zonas en conflicto, renunciar el Gobierno a la aplicación de la Ley de Seguridad Interior del Estado y de la Ley Antiterrorista, y la liberación y amnistía de los presos políticos mapuche, recluidos hoy en diversas cárceles chilenas.
La viabilidad de un acuerdo político de estas características no dependerá de la buena voluntad del gobierno. Dependerá, en definitiva, de nuestra propia capacidad para acumular fuerza política y social y transformarnos así en actores de primer orden. Hoy, con un movimiento mapuche dividido frente al Estado, con un movimiento nacional débil política y orgánicamente, sin real capacidad de tomar la iniciativa frente al Estado, es difícil que esto ocurra. Es por ello que reafirmamos que en las actuales condiciones, tanto el diálogo político como la negociación no son caminos transitables de buenas a primeras. Hoy la correlación de fuerzas es absolutamente desfavorable para nuestro pueblo y asumirlo, más que una derrota, constituye un ferviente llamado a la acción. En la actual coyuntura que enfrentamos, es deber de cada sector mapuche trabajar por afianzar embriones de organización y poder político propio. Ello en cada territorio, en cada lof, en cada población, en cada gremio profesional, en cada junta de vecinos, comité de vivienda e inclusive club social o deportivo. Trabajar diariamente por construir País Mapuche, allí donde estemos y bajo el soporte organizacional que mejor nos represente.
En tiempos de violencia colonial, la respuesta de quienes componemos el movimiento mapuche no puede ser el sectarismo o el egoísmo político. Propiciar instancias de diálogo interno, fortalecer alianzas, restablecer confianzas entre las organizaciones mapuche se yergue hoy como una responsabilidad de todos y todas. No es una organización o comunidad en particular quien sufre hoy la violencia colonial: es nuestro Pueblo en su conjunto. Tampoco puede ser nuestra respuesta a la coyuntura el radicalismo étnico, graficado en irresponsables llamados a la confrontación con los «chilenos». Wallmapuwen, en tanto colectividad nacionalista, reivindica el Wallmapu como hogar nacional de los mapuche. Sin embargo, dicha aspiración no es excluyente de la población chilena, que sufre como nosotros las consecuencias de un modelo excluyente y profundamente antidemocrático. Ser capaces de hermanar nuestras justas reclamaciones históricas con el sentir de una mayoría regional no solo es una necesidad estratégica: constituye un mandato democrático.
He aquí la única garantía que el dolor y la rabia del presente, y que nuestros niños baleados sienten dolorosamente en la piel, pueda aminorar en el futuro.
LUNES 09 DE NOVIEMBRE DE 2009
W A L L M A P U W E N
Un Partido para el País Mapuche
Temuko, Wallmapu, nofiempüre küyen 9, 2009
www.wallmapuwen.cl
11/19/2009
La violencia colonial en Wallmapu
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