Ediciones Caballo de Mar presenta el libro: DESTACAMENTO MILICIANO JOSÉ BORDAZ de Guillermo Rodríguez Morales.
Comentan: Manuel Hidalgo, Lucia Sepúlveda, Víctor González.
Salón de la CUT, Alameda 1346
Santiago, 19 de Marzo, 19.30 horas.
En 1981, y mientras se encontraba recluido en la Cárcel Pública de Santiago, el ex jefe de las Milicias de Resistencia Popular del MIR, Guillermo Rodríguez Morales, fue envenenado con toxina botulínica. El atentado estuvo vinculado con la muerte del ex presidente Eduardo Frei Montalva y es una de las piezas del puzzle que investiga el juez Alejandro Madrid. En su nuevo libro, “Destacamento miliciano”, el “Ronco”, como es conocido desde que ese atentado le causó un daño irreversible en sus cuerdas vocales, cuenta ese y otros episodios de los años más duros de la lucha contra la dictadura de Pinochet. Aquí presentamos un fragmento del capítulo 12, “Envenenamiento”.
Después del consejo de guerra llegó cierta normalidad. Inanimado fue puesto en libertad porque no pudieron probar ninguna conexión. Adalberto iniciaba la batalla legal que casi un año después le permitiría lograr su libertad, apoyándose en lo acordado: él estaba presionado y había facilitado su casa y su vehículo bajo amenazas. Para mí era el comienzo de largos años en prisión.
Habiendo estado ya encarcelado, sabía que la clave para mantenerse bien es organizar el tiempo en prisión, dejando espacios para trabajar, estudiar, hacer deportes y por supuesto, para la actividad política. Seguía siendo llamado por diversos tribunales para declarar en los procesos que se habían incoado en mi contra.
Un caso especial fue la magistrado Canales, que aceptó tomarme declaración respecto al castigo injusto al que me había sometido Gendarmería en los días previos al consejo de guerra, y que recibió de mi parte la información de la red de gendarmes y reos que estaba trabajando para la CNI.
Esto último se produjo casi de manera fortuita. Ahumada y Yáñez estaban a punto de salir del país expulsados cuando este último encontró un escondrijo lleno de papeles, copias de informes que alguien enviaba dando cuenta de la actividad de los presos políticos, de las visitas y de los abogados que nos atendían. Luego que mis compañeros fueran puestos en libertad, me dediqué a observar quién acudía al escondrijo. Finalmente logré identificarlo: se trataba de Mar-
shall, un ex oficial de las FFAA, participante de un conato sedicioso contra Allende, convertido a la sazón FOTO_01 W:200 H:261 24 kben delincuente habitual. Él era el informante que había perdido sus papeles.
Se estableció la denuncia pública y la jueza Canales abrió un expediente que recogió una nueva denuncia de mi parte. No recuerdo exactamente cuándo fue, pero a mi visita concurrió una mujer joven, hermosa, que me cuenta que es hermana de un detenido desaparecido. Trae de regalo una torta. No le creo mucho su historia y, como la situación es evidentemente sospechosa, la torta va a parar a Codepu, institución que la manda a analizar con resultados ilógicos: se trata de una torta común cuya cobertura contiene insecticida. Quizá fue una forma de aviso de alguien, de lo que ocurriría días después.
Aproximadamente a inicios de noviembre llegaron a la galería dos hermanos detenidos por supuesta vinculación con el MIR: Ricardo y Elizardo Aguilera Morales, quienes se sumaron a la "carreta" que manteníamos con Adalberto.
Hacia el día 11 de noviembre me correspondió cocinar. Era un turno con mucho para comer: durante la mañana habíamos tenido visita y, además de las frutas, golosinas, ensaladas y frutas en conserva, recibimos los alimentos llevados por nuestras familias, en particular lo que llevaba mi madre. Ella había comprado un gran trozo de carne, del cual separó una porción para enviármela por el sistema de "biombo". Esto consistía en entregar por una ventana especial los alimentos a un gendarme, quien los revisaba y luego los entregaba al gendarme a cargo de cada calle y galerías, para que finalmente llegaran al destinatario.
Recibí la carne y cociné una cazuela, que acompañamos con las frutas cocidas que había preparado la madre de los hermanos Aguilera.
Durante la tarde, luego de terminar el turno de cocina y regalar la comida que no usaríamos a un reo común, fui a jugar fútbol a la cancha y a conversar con Patricio Reyes, mi enlace con los restantes presos políticos.
En el entretiempo me senté a un costado de la cancha para conversar con Patricio. Éste comenzó a poner caras raras y me pedía a cada momento que le repitiera lo que decía porque yo estaba hablando muy enredado. Seguimos conversando, encendí un cigarrillo y súbitamente comencé a darme cuenta que estaba viendo las cosas de manera distorsionada. Le pedí a Patricio que hiciéramos una pausa, me tendí unos momentos y, cuando me enderecé y traté de hablarle, me di cuenta que mi lengua estaba rara, que no podía articular bien. Patricio me acompañó de regreso a las celdas y encontramos a Adalberto vomitando y con agudos dolores. Reyes fue a ver a Elizardo y Ricardo, encontrándolos en similar estado. ¡Habían envenenado la comida! ¡Se hacía urgente lograr atención médica!
Patricio regresó al interior del penal dando la voz de alarma, mientras nosotros nos hacíamos lavados estomacales con lo que teníamos a mano: detergente y mucha agua. Los reos comunes comenzaron a golpear las puertas en señal de llamada a la guardia interna.
No llegó nadie durante la tarde ni la noche, a pesar de que todos los días la guardia interna pasaba la cuenta de la tarde y nos encerraba celda por celda. Los presos comunes gritaban, encendían fogatas y golpeaban las latas de las puertas, pero nadie aparecía.
Comenzó una noche siniestra: a poco de que oscureciera comenzaron a atacarme dolores y puntadas estomacales que me dejaban sin aliento, y tomé bidones de agua con detergente para provocar más vómitos y de cierta manera "lavar" los intestinos, operación que repetía con mis compañeros. Los dolores eran atroces. A pesar de todo, sentía que estaba un poco más entero que mis compañeros y podía caminar, pensar a ratos. Pero a medida que avanzaban las horas los desmayos y pérdidas de conocimiento se sucedían. El recuerdo de los hechos se hacía borroso, las secuencias también.
FOTO_04 W:220 H:235 31 kbSiento que convulsiono, que mi estómago manda mi cuerpo y mi mente. Duermo uno o dos minutos y despierto sacudido por espasmos, por vómitos. El estómago se contrae con tal violencia que me deja sin respiración y caigo tendido, rendido tras cada convulsión, pero no puedo mantenerme despierto. Las dolorosas contracciones se repiten una y mil veces. Siento que los presos comunes siguen gritando, golpeando las latas, y que deambulan por una calle que tiene todas sus celdas abiertas. El último espasmo es descomunal y me hace caer del camarote, sacudido por arcadas y movimientos del cuerpo que no logro contener. Luego no sé si pierdo el sentido o me duermo.
Despierto. La luz del sol me hiere los ojos. Es mediodía y algunos reos me van arrastrando hacia la enfermería. A medio camino, frente a la entrada de las visitas, un hombre detiene la caravana: el doctor Almey-da, de Codepu, que nos revisa a la pasada y grita discutiendo con alguien, indignado. Me doy cuenta que el alcaide del penal está con él, pero no puedo saber más porque pierdo la conciencia nuevamente.
Ahora estoy en la enfermería del penal. Un auxiliar paramédico me desnuda y me pone una especie de bata o camisa del penal. Luego toma los signos vitales, me conecta un suero y se va. Al mirar las camas ocupadas recién caigo en cuenta que somos seis los envenenados, que hay dos reos comunes entre nosotros. Logro hablar con Ricardo Aguilera, quien, con voz jadeante y entrecortada, confirma: es claro, estamos envenenados y han pasado casi 20 horas y no hemos recibido ningún tratamiento específico. Estamos intentando hilar la conversación, entre dos personas que a duras penas se expresan, cuando, frente a nuestros ojos, uno de los reos comunes comienza a hacer contorsiones increíbles, abriendo los ojos de manera desmesurada, y finalmente desde su tórax se eleva un bulto, una pelota, y queda inmóvil, en silencio final.
Ricardo reitera que todo está muy claro: nos envenenaron, nos niegan la atención médica y vamos a morir.
Quizá por el mismo envenenamiento, por el cansancio, por la noche agotadora que hemos pasado entre vómitos, piruetas y contorsiones, reaccionamos a la muerte de nuestro compañero de prisión con calma y tranquilidad. No sé si lo dije o lo pensé en el momento, pero desde ese instante había que guardar el máximo de energía y calma para aguantar el auxilio esperado.
Cae la tarde y recién ingresan a la enfermería gendarmes y practicantes. Ahora ellos corren y gritan que llegó una ambulancia, que deben llevarse a Adalberto y al reo común. Trato de concentrarme y guardar las fuerzas, porque para mí es obvio que es un intento de asesinarme directamente. Está claro que envenenaron la carne que había traído mi madre, está claro que no quisieron prestarnos atención a tiempo, está claro que si el doctor Almeyda se ha hecho presente en el penal es porque ya la noticia se ha extendido por todo Chile y que de alguna manera, familiares y defensores de los derechos humanos están luchando para que se nos preste atención médica.
Nueva irrupción del grupo corriendo y gritando. Ahora se llevan a los hermanos Aguilera y quedo solo en la enfermería, mirando el cadáver del muchacho que había recibido la olla de comida.
FOTO_03 W:250 H:178 20 kbCae la tarde cuando vienen por mí. Rechazo la camilla y salgo caminando hasta el patio de carga. Detrás de mí, gendarmes portan el cadáver del fallecido y al llegar a la ambulancia me engrillan atándome al muerto. Voy tranquilo. No reclamo por lo que han hecho. Me imagino que luego declararán que se murió en el camino, salvando la responsabilidad del alcaide que claramente está coludido en la operación. ¿Cómo se explica sino que hayan envenenado la carne? ¿Cómo se explica que no nos pasaran la cuenta y no nos encerraran en la noche anterior?
Pensaba que me llevarían a un centro médico. Craso error. La ambulancia entra a la Penitenciaría de Santiago, quizás en un nuevo intento por retrasar la atención médica.
Me conducen al segundo piso de una construcción que recién identifico como el hospital penal y un doctor sale a mi encuentro. De corbata, muy bien vestido y formal, huele a colonia. Tiene entre 50 y 60 años, usa gafas, se ve seriamente preocupado. Me toma los signos vitales y sin vacilar me pregunta si yo soy el jefe mirista recientemente condenado por el consejo de guerra. Respondo que sí y para mi sorpresa se presenta formalmente diciendo que es el doctor Meric, que ha sido acusado injustamente de ser colaborador de la DINA, que ésta es su ocasión de demostrar que no es así y que él cree que hemos sido envenenados con botulina. ¿Qué es la botulina? ¿Vamos a morir?, pregunto sin tomar en cuenta su relato.
Explica en detalle que la botulina es una bacteria que se produce en ambientes sin oxígeno; que en el pasado era común ver estos casos, cuando no existían los procesos industriales para la conservación de alimentos, pero que hace diez años no hay casos similares en Chile. Luego explica que requerimos un antídoto y tratamiento en centros asistenciales que tengan UTI o UCI, porque la toxina ataca al sistema nervioso y vamos a quedar paralizados, sin capacidad de respirar y posiblemente con ataques al corazón.
Con dificultades, porque ahora me hierve la sangre de indignación, articulo las preguntas: ¿Y ustedes tienen ese antídoto? ¿Ustedes tienen una UCI o una UTI?
Responde que no, que están haciendo lo posible para que seamos trasladados a diversas postas porque necesitamos respiradores y no se sabe de la existencia de stock del antídoto. Está claro que siguen ganando tiempo, que se escudan en las formalidades de la institución.
Camino hacia la sala donde están el resto de mis compañeros. Adalberto está inmóvil y no responde a estímulos, aunque respira bien. Ricardo y Elizardo están calmados, tendidos en sus camas, despiertos. No veo al preso común. ¿Por esto es que no me condenaron a muerte? ¿No querían asumir de manera pública y explícita el fusilamiento de un resistente y recurrieron a este método asesinando de paso a cinco personas más?
El año 2004, veintitrés años después de estos acontecimientos, en la oficina del juez Alejandro Madrid quien investiga la muerte del ex presidente Eduardo Frei Montalva encuentro respuestas.
Existió una Brigada del Ejército especializada en la guerra bacteriológica. El juez ha logrado individualizar a quien compró las cepas de la toxina botulínica en Estados Unidos, ha logrado identificar quien transportó este producto en avión comercial, violando todas las reglas internacionales de tráfico aéreo, y ha logrado identificar quien recibió el producto.
Quedan, a esta fecha, identificar claramente los objetivos, aun cuando la hipótesis más probable es que trataron de "matar dos pájaros de un tiro": probar la efectividad de la bacteria botulínica a los compradores de la sustancia que a su vez estaban vendiéndola a los ejércitos de Irán o Irak que preparaban en ese tiempo sus arsenales, y a los que ya habían acordado vender aviones y bombas de racimo, negocio turbio que terminó con varios oficiales chilenos muertos , y por otro lado, golpear a la Resistencia Popular, matándome de esa forma, ahorrando el precio político del costo de haberlo hecho en el consejo de guerra.
3/18/2009
LIBRO DE EX LÍDER MIRISTA DESTAPA EPISODIO VINCULADO AL CASO FREI
Etiquetas: chile
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¿Cómo logra un autor escribir en primera persona sin parecer presumido, al narrar hechos épicos que ha protagonizado en un período de la historia de Chile que es ignorado por la historia oficial?
¿Cómo lo hace un exiliado ex preso político, que porta la fatídica letra L, recién casado y con un hijo de días, para decidirse a ser parte de la Operación Retorno impulsada por el MIR, sabiendo que ni siquiera la dirección máxima de su partido respalda en su totalidad ese proyecto, y que muchos creen que el retorno es sinónimo de suicidio?
Para tener la respuesta, hay que leer “Destacamento miliciano José Bordaz”, de Guillermo Rodríguez Morales – Diego Ramírez, “Alma Negra” para sus compañeros del MIR y la Resistencia Popular. Guillermo Rodríguez dirigió ese destacamento cuyo primer jefe había sido Beño (Charles Ramírez, que cayó en combate). En esa jefatura también estaban Jacinto (Raúl Castro Montanares, ya fallecido), un compañero apodado Bigote, y Victoria (Arcadia Flores, que antes había sido una de las fundadoras de la Agrupación de Familiares de Detenidos Desaparecidos, ex estudiante de periodismo) Ellos conducían a grupos de milicianos reclutados en Santiago en la zona sur, norte, y comunas de Maipú y Puente Alto –como bien saben Víctor González, aquí presente ahora como comentarista y “Miguel” (Eduardo Arancibia, también entre nosotros esta tarde). El autor escribe que estos grupos de base tenían “escasa instrucción militar pero estaban vinculados a frentes sociales y redes amplias de apoyo”. Posteriormente se organizó una milicia “volante” con mayor capacidad, a cargo de Simón (Carlos Bruit), que también se menciona en este libro.
El retorno
El autor, que supo sobrellevar un total de 13 años de prisión manteniendo libre su mente y su espíritu, despliega una técnica literaria despojada de toda solemnidad, en la que la narración de hechos que tienen que ver con la vida, la libertad y la muerte de él o de otros militantes es abordada en un tono ágil, salpicado de ironía y a veces incluso de humor negro. En su festivo paso por París, mientras espera retornar, se asoma a los museos y al mundo de los artistas chilenos como Karazu e Illapu. El retorno está enmarcado en la crisis que vivía el MIR, cuyos dirigentes históricos diseñaban la táctica y estrategia desde el exilio. La crisis no era secreto para los militantes en el exterior, aunque sí lo era para quienes permanecían en Chile. Pero Guillermo canta a su llegada a París su propia Marsellesa: “alors enfant de la patrie…le jour del retorno est arrivé” Se ríe de sí mismo porque está regresando a contrapelo de todo.
Y nosotros nos reímos con él por analogía, porque somos parte de esa generación que vivía al margen de lo que hacía la gente “sensata”, la que se sentaba a esperar que la dictadura cayera sola, y fuimos parte también de ese MIR que resistía en Chile y que esperaba con ansias a los compañeros retornados para que nos instruyeran a todos en la lucha armada y fortalecieran a la organización, tan golpeada por la represión.
Equipaje del retorno
Quizás fue la experiencia de prisión la que ha templado la pluma del autor. Pero sumado a ello, están los años vividos combatiendo en medio de las alegrías y miserias de la vida clandestina. Es una sumatoria de vivencias que le permiten escribir de esta manera, que lo empujan a volver sobre sus pasos y remarcar la huella. Puede ser también que esa humildad y humanidad del relato se deban al peso del equipaje que declara este chileno, que contiene los rostros de los compañeros caídos más cercanos: Santos Romeo (de la industria Perlak y el cordón Cerrillos) Chico Tito (Pedro Poblete Córdova), Chico Lucho (Leopoldo Muñoz Andrade), Renato (Martín Elgueta), el “Caluga” del cordón Vicuña Mackenna (Juan Carlos Rodríguez), y a los que agrega en su segundo período de prisión – después del retorno- los de su compañera Victoria, (Arcadia Flores), el Beño (Charles Ramírez), Jaime, Watussi, entre tantos otros.
Esta obra es una contribución sustancial a la memoria, específicamente de lo vivido en los años 79-80 y 81, cuando a través de las milicias de la Resistencia Popular el MIR iniciaba lo que denominó “la fase de propaganda armada”, pasando del discurso a la acción, en un intento de llevar a la práctica su estrategia de desarrollar la guerra popular contra la dictadura, tanto a nivel de la ciudad como del campo, lo que requería accionar militar pero también un trabajo de masas y de reconstrucción de partido.
El primer apagón nacional
Fueron los tiempos del primer apagón nacional (erróneamente reivindicado en el exterior por Luis Corvalán), de la toma de Radio Portales (29 de abril de 1980), del primer reparto de leche en La Victoria, de la recuperación de la primera Bandera de la Independencia nacional, de campañas de bombas y recuperación de armamento de guardias del metro y Chilectra, de la quema de la Escuela Nacional Sindical de la Dictadura y de lugares de entretención del régimen, como parte de un total de 150 acciones armadas que también incluyeron acciones superiores en armamento y preparación, como los triples asaltos a bancos, el ajusticiamiento de Roger Vergara, jefe de inteligencia del Ejército (5 septiembre 1980), y del agente CNI Carlos Tapia Barraza (6 de julio de 1981), entre otros. Ello fue paralelo al intento de implantación de una fuerza guerrillera en Neltume. De esa experiencia abortada en sus inicios sí existe una excelente obra del colectivo de sobrevivientes, “Guerrilla en Neltume” (editorial LOM).
El alto costo represivo de este esfuerzo y el casi total aniquilamiento de quienes impulsaron la lucha armada, así como la posterior división/desaparición del MIR histórico, han confluido para que no existiera hasta ahora una versión que desde las fuentes propias, registrara los avances y retrocesos de ese período de la lucha miliciana antidictatorial en Chile. En cambio, las acciones de años posteriores y de mayor reactivación social, desarrolladas por los compañeros y compañeras del Frente Patriótico Manuel Rodríguez y el Movimiento Juvenil Lautaro son un poco más conocidas por las nuevas generaciones y movimientos sociales. Quizás esta falta de reflexión y síntesis sobre la experiencia del MIR y su ligazón con sectores de punta del movimiento de masas, incida hoy en la repetición mecánica de consignas o acciones por parte de algunos grupos cuyo desempeño deviene en caricatura o remedo, carente de perspectiva y ajeno a las condiciones actuales.
Las condiciones reales
El libro describe a cabalidad el duro encuentro de este “retornado” con la realidad de Chile (1979): ex ayudistas aterrorizados, la llamada “Fuerza Central” del MIR recién golpeada, con muy poca “fuerza” real. Y en medio de ello la aparición de Victoria (Arcadia Flores, miliciana), su cable a tierra con la realidad, y a poco andar, el amor. “Nada se parece a lo que imaginé antes de regresar clandestino al país” escribe el autor, que se confiesa “aferrado a Victoria como un náufrago”. Apegado a la más estricta verdad, rememora sus primeros días en Santiago: “Pienso en el entrenamiento, en los morteros y cañones sin retrocesos, en las ametralladoras y lanzacohetes disparados y heme aquí, con un revólver viejo del 32, con tres miserables tiros, sin cédula de identidad, sin transporte ni vehículo, sin manto ni redes de apoyo y lo que es peor, sin casa de seguridad, alojando en el living del hogar de una ayudista cuyo marido lo único que quiere es que salgamos luego y está muerto de susto.”
Una parte importante del relato da cuenta de las contradicciones internas del MIR respecto de cómo desarrollar las tareas militares en esa fase de la lucha, en la que el protagonista, que ha estudiado a fondo la experiencia sandinista, se juega por ser destinado al impulso de las tareas milicianas (masa armada), es decir de un desarrollo de las tareas militares ligado al accionar de las masas en lugar de aquellas que apuntaban a un enfrentamiento de carácter directo con las fuerzas del enemigo. El mando militar del MIR, con otro análisis, impone a poco andar lo que denominó “giro táctico”, priorizando el paso a una etapa de planificación y ejecución de acciones contra los aparatos represivos y sus agentes, presionado además por un escenario en que los recursos financieros requeridos para la sobrevida de la organización eran prácticamente inexistentes. Ello exigía a su vez la realización de riesgosas operaciones financieras (nuevos asaltos a bancos).
Por su agilidad y espectacularidad, el relato de Guillermo Rodríguez alcanza ribetes cinematógraficos en varias oportunidades que no sólo tienen que ver con las acciones milicianas, y se leen con avidez. También impacta por su fuerza la narración de su propia detención en una ratonera y del combate en que cae Arcadia; y es escalofriante el episodio en que le detona la petaca incendiaria que armaba en su pieza de un cité, resultando con graves quemaduras. Así descubrimos también que fue él quien adaptó el modelo cubano de bomba incendiaria a la realidad y materiales disponibles en Chile. ¡Entre otros, el polvo de aluminio que nos dedicamos a buscar en todas las ferreterías!
Angeles y demonios
Un capítulo estremecedor testimonia su envenenamiento por toxina bulímica en la Cárcel Pública y lo conecta con el proceso que aún lleva la justicia por el asesinato del ex presidente Eduardo Frei en un hospital. Aun contando con drogas infernales inoculadas en el alimento de este preso político indefenso, la CNI no logró silenciarlo (sólo convertirlo para siempre en “Ronco” pues quedó privado de sus cuerdas vocales). ¿Por qué sobrevive Diego Ramírez, Alma Negra? También en estas páginas está la respuesta. El apoyo crucial de los de abajo, dos miembros de la Resistencia incrustados en la propia gendarmería, y los lazos solidarios tendidos en su paso por Francia que se extienden rápidamente hacia el Hospital San Juan de Dios, logran desbaratar el intento de asesinato del dirigente mirista.
Como quien cuenta un sueño o más bien una pesadilla con demonios pero también ángeles, el autor devela cómo se abortó el plan. Detrás de su sobrevida está su visión permanente de un trabajo militar de masas, su confianza en los más pobres, en los quecreen en la lucha y la resistencia y en las organizaciones de defensa de los derechos del pueblo que el MIR había impulsado en esos mismos años. El padre Rafael Maroto, mirista, lo visita y lleva su mensaje a la organización.
El libro contiene su autodefensa leída en el Consejo de Guerra a que fue sometido. Vestido con uniforme de miliciano, expresaba ante el Fiscal Manns y toda la sala: “Me declaro culpable de ser un miliciano y de estar absolutamente convencidos de que solo la guerra del pueblo nos hará libres. A ello me dediqué durante el escaso tiempo que permanecí libre en Chile, desarrollando las milicias populares que no son otra cosa que grupos de obreros, estudiantes, campesinos, jóvenes y adultos, hombres y mujeres que toman las armas para hacer efectivo el derecho a la Rebelión.”
En las páginas iniciales de la obra, describe su salida de la Galería 10 de la cárcel gracias al decreto 504, en 1975. Su paso por el exilio también es relatado en forma humorística aunque profunda. Así, recuerda que en la fábrica Simmonds, de Calgary los obreros lo bautizan como “Allende”. Pero para él Canadá es sólo una estación de tránsito para regresar.
En las páginas hay respeto a la revolución cubana y reconocimiento a su aporte a la lucha antidictatorial, no exento de una visión crítica sobre la eficacia del trabajo de la Dirección de Operaciones Especiales (DOE) versus el de las FAR (el Ejército), con el sabroso añadido de la anécdota en que Fidel Castro pasa revista al final de la escuela en la que un grupo de miristas entre los que estaba el autor, debía partir a combatir a Nicaragua. Todo a destiempo, como solía pasar en el MIR: ello coincide con la victoria del sandinismo, y así Guillermo retoma el plan de retorno.
La nueva obra de Guillermo Rodríguez constituye un aporte importante para ir armando el puzzle de la memoria, una tarea acuciante porque sin conocer los aciertos y errores del pasado, los desafíos del presente parecen más abstractos o inabordables. Quizás es redundancia reafirmar tras la lectura de esta obra, que detrás del accionar miliciano en tiempos de dictadura, detrás de la gesta de la resistencia existía la más absoluta convicción de la justeza de esa lucha. Ello generaba lazos de amor y lealtad muy poderosos en que todos estábamos dispuestos a dar la vida por el otro –así lo hizo por ejemplo “Beño”, que cayó protegiendo la retirada de Guillermo y otros combatientes - porque creíamos profundamente en un proyecto colectivo orientado al derrocamiento de la dictadura y en la instauración de un gobierno revolucionario que devolviera a nuestro pueblo no sólo la libertad sino todo lo que le había sido arrebatado.
La oportunidad y la visión política del MIR
Gran parte de lo que cuenta el autor en su relato, no sólo es novedad para quienes pertenecen a las nuevas generaciones o para quienes no conocen al MIR. También lo es para muchos de sus compañeros que estuvimos en otras tareas. La escasa vinculación entre el llamado “partido político-miliciano” –también muy pequeño- y el sector de tareas militares, lo cual respondía a requerimientos del trabajo clandestino pero también a un modelo orgánico y una concepción política de construcción de partido, conspiró contra una capitalización de esas acciones que contribuyera a masificar la lucha. Había también un problema de “timing”, de oportunidad: esas mismas acciones, años después, con la reactivación de los sectores sociales claves y la crisis de la economía, habrían tenido otra repercusión. Por otra parte la propaganda del MIR mantenía la ideologización del período anterior, aunque Chile estaba cambiando a ojos vista, pues se estaban sentando las bases para el modelo neoliberal.
La dirección del MIR conservaba una visión que subvaloraba al enemigo y sobrevaloraba la fuerza propia. La consolidación de vínculos más profundos con los sectores sociales no fue prioritaria en ese período, en que muchas veces el voluntarismo reemplazó al razonamiento y la discusión, como se refleja en este texto.
Inconsciente colectivo
Existe una huella impresa en el inconsciente colectivo de nuestro pueblo, una imagen del MIR en algunos sectores de la juventud y de los que siguen siendo pobres en el campo y la ciudad, en los mapuche que recuperan su tierra ancestral, en los que buscan una verdadera democracia, en los que heredaron la utopía. Pero la memoria huele a peligro; al sistema le conviene la amnesia, como queda demostrado hoy con el encarcelamiento de la documentalista Elena Varela, y el secuestro de sus materiales fílmicos que registran las luchas de ayer en Neltume y las de hoy en Arauco y Malleco.
En condiciones nacionales e internacionales muy diferentes a las vividas en dictadura, agotado el modelo de la transición y en plena crisis del neoliberalismo, pero también de la izquierda, es necesario un esfuerzo especial para dejar atrás el calco, reflexionar, desmitificar y extraer las enseñanzas dejadas por la generosa entrega de estos combatientes. La obra de Guillermo Rodríguez nos desafía a ello.
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