"Las heridas quemaban como soles a las cinco de la tarde/ y el gentío rompía las ventanas a las cinco de la tarde./ ¡Ay que terribles cinco de la tarde!" - Federico García Lorca-
Eran las dos de la tarde, las dos en punto de la tarde.
De siete de septiembre de 1994. Los estudiantes se disponían a iniciar la calurosa jornada en los galpones que por la época servían de aulas. Los administrativos corrían para llegar a tiempo a sus escritorios y algún despistado preguntaba por el diecisiete cero cinco. Al frente la Martinica exhibía las heridas de la erosión como llagas y un aire seco bajaba de sus laderas. Las chicharras seguían en su concierto inútil.
Eran las dos y treinta de la tarde.
Un grupo de encapuchados apareció corriendo como salido de las entrañas del parque Ducuara. Iban vestidos de blanco. Arengaban contra el gobierno, lanzaban las consignas de solidaridad con Ecopetrol y condenaban el reciente asesinato del senador Cepeda. Las primeras bombas retumbaron en las ramas de los árboles; del esqueleto del edificio de IDEAD que estaban construyendo salió una breve estela de polvo. Las chicharras callaron, los ocho encapuchados se multiplicaron y se inicio un típico tropel estudiantil.
Norma Patricia Galeano, estudiante de último semestre de Ciencias Sociales se dejó embriagar por la algarabía de sus compañeros y, como si todos los tambores de su antigua banda de guerra en el colegio Inem la estuvieran llamando, marchó al frente, coreó consignas, agitó los brazos y se preparó para la llegada de la fuerza pública, con esa sonrisa pícara de sus veintitrés años.
Eran las dos y cuarenta y cinco, las catorce y cuarenta y cinco.
Los soldados bachilleres que retozaban en los alrededores de la cancha de fútbol de la Sexta Brigada fueron llamados a fila. Camuflado, sudor en las axilas, galil recién aceitado, botas apretadas, una orden. Operativo urgente en la Universidad del Tolima.
Eran las tres de la tarde, las tres en punto de la tarde.
Aunque aquel día no circularon rumores de tropel, este fue creciendo con la rabia y la impotencia de quien dimensiona las jugadas y las acciones del poder para acallar la protesta. No se necesitó preparación previa para que al grupo inicial se fueran sumando los rostros sudorosos y excitados de decenas de estudiantes. El concierto de las chicharras fue reemplazado por el brusco cerrar de puertas y ventanas, mientras los petardos de gran calidad sonora estallaban e Ibagué se iba enterando de una refriega más de los estudiantes de la U.T.
Eran las quince y quince de la tarde.
En tres camiones llegaron las hordas para sembrar la ira y cultivar el rencor. Eran jóvenes al igual que los que corrían nerviosamente entre la cuarta y las residencias estudiantiles. Tenían sueños, aunque estuvieran apuntalados por la rabia y la frustración de estar consumiendo sus años nuevos en el juego atroz de la guerra. Muchos de los cuarenta soldados que se desplegaron por todas los alrededores llevaban tatuado el rubor y se imaginaban a sus ex compañeros de aulas lanzándoles guijarros e insultos por esa suerte esquiva que habían tenido ellos: no poder entrar a la universidad. Les habían dicho que no debían usar las armas y que sólo iban a atemorizar esos revoltosos, por eso avanzaron con sus fusiles en alto, pero con el respectivo seguro.
Eran las tres y treinta.
El eco de las detonaciones ya me preocupaba. Desde el tercer piso del Hospital Federico Lleras veía salir el humor de entre las copas de los árboles. Evoqué las lejanas madrugadas en que el eco de los explosiones estallaban en mis sueños infantiles y salía al patio para adivinar en el mapa de la noche, los puntos del ataque y a lamentar con mi familia la suerte de los vecinos. Ahora era de día y centenares de estudiantes, profesores, trabajadores y administrativos estaban atrapados en ese juego macabro de las voces contra las bombas, del argumento contra la contundencia de los disparos. Intenté llamar a la Facultad de Educación pero sólo respondieron dos fuertes estallidos. Pensé en desplazarme pero un atisbo de prudencia me lo impidió.
Eran las quince y cuarenta y cinco.
Les dieron la orden de avanzar. Fusiles enhiestos, paso vigoroso, sin vacilaciones, movimientos del cuerpo para esquivar las piedras, los estallidos retumbando en los oídos y el contingente de bachilleres semestre A 1994, para adelante sin dejarse intimidar por esos maricones revoltosos. ¡Adelante maaaar! Y los estudiantes atrás, atrás, atrás sin más órdenes que el instinto de conservación, pero luego el grito que enerva la sangre, el humo que acrecienta la adrenalina, el valor que aparece sin haberlo llamado y de nuevo el arrojo, la piedra impulsada con todas las fuerzas, el grito de hijueputas milicos naciendo en las entrañas y llenando los espacios. Norma Patricia Galeano, octavo semestre de Sociales, matrícula de honor, amante de la trova cubana y la salsa, investigadora sobre la violencia en los archivos judiciales del Tolima, monitora del Museo Antropológico, próxima a graduarse, coleccionista de sonrisas y caracolas. Norma Patricia Galeano, luchadora incansable, asistente a cuanta conferencia se programaba en la UT. Norma Patricia risueña y alegre lleva en sus brazos piedras y residuos de construcción como los únicos pertrechos para derrotar la fuerza de cuarenta cazadores camuflados, nerviosos, azorados, deseando no estar allí, pero de repente sienten que las piedras caen sobre sus cuerpos y el sargento se asusta, se siente atrapado y da la orden. “Disparen al aire, sólo al aire” y aquella tarde de septiembre las ráfagas mutilan árboles, ensordecen, enrarecen el ambiente y los estudiantes se repliegan hasta el muro de los lamentos. Nada pueden las consignas contra el plomo arrasador.
Eran las cuatro y media de la tarde.
Camilo Pérez, el periodista de la Universidad hablaba angustiado por las emisoras locales pidiéndole al gobernador que ordenara el retiro de las tropas. Pero los disparos de galil seguían su traqueteo. Los estudiantes sintieron temor, por primera vez estaban frente a frente con esos rostros filosos donde se dibujaba el rictus del combate, la sed de destrucción y ellos, llenos de todas las razones del mundo, sólo tenían unos pocos guijarros para defender su verdad.
Eran las dieciséis y cuarenta y cinco de la tarde.
Y aquellos que habían soñado alguna vez con ser estudiantes de la U. avanzaban con rabia, con miedo, con confusos sentimientos de culpa y orgullo, estaban defendiendo las instituciones, cuáles instituciones se preguntaban y reaparecía la voz del asesino al acecho para recordarles que eran los verdaderos hijos de la patria y que esos señoritos bastardos querían desestabilizarla, por eso se llenaron de odio y bajaron la dirección de los cañones, dejaron de cortar cogollos y buscaron las carnes de sus presas inmediatas, así cayeron heridos los estudiantes Leonardo Ramos Rodríguez, Guillermo Tovar Quintero y Diego Fernando Gualteros. Camilo Pérez seguía, esta vez al borde del pánico, pidiéndole por las emisoras locales al gobernador que ordenara el fin del operativo. Pero ellos avanzaban, pasaban la línea divisoria de las residencias y como si tuvieran frente a un enemigo dotado de las mismas armas, cantaban los himnos de la guerra, interpretaban las canciones de la barbarie, gritaban desesperados para ahuyentar sus propios miedos.
Norma Patricia Galeano, veintitrés años vividos intensamente, lectora de Neruda y de Borges, primeros puestos en sus estudios desde el preescolar, próxima a graduarse y optimista de alcanzar una beca para un postgrado. Norma Patricia la luchadora animaba a sus compañeros para que no desmayaran y devolvieran a la fuerza invasora, por momentos se lograba, pero al frente el pelotón se reacomodaba y venía de nuevo el avance.
En el Federico Lleras decidimos declarar la alerta amarilla en el servicio de urgencias ante las variaciones de los sonidos que llegaban de la U. El estruendo de las papas había sido reemplazado por la voz metálica de los fusiles y las ráfagas se escuchaban a intervalos. Llegaron los primeros heridos y fueron valorados sin demora. Todos estábamos expectantes, se hablaban de más victimas y en el Hospital, los rostros de preocupación se extendían más allá de sus puertas. En la ciudad estaban enterados de la refriega, menos el gobernador que guardaba silencio.
Eran las cinco de la tarde, las cinco en punto de la tarde.
Y Norma Patricia Galeano con sus veintitrés años de sonrisas, de alegrías, de entusiasmo y rigor en el estudio, avanzaba con su carga de piedras y guijarros. Una mirada de cazador la había seguido en busca del mejor perfil. y como en el poema de Lorca Ya luchan la paloma y el leopardo. Y surge la bala asesina de entre la horda de bárbaros. Norma Patricia Galeano se dobla sobre sus piernas suelta los últimos pedruscos y su voz alcanza a comprender la magnitud de la tragedia Me dieron, me mataron y el dolor físico se transforma en un rictus, los labios se entreabren para dibujar esa sonrisa de rabia y coraje que la acompañará hasta el hospital, donde la recibimos minutos después con la esperanza de revivirla. La espera es breve, el médico abre la pequeña puerta con las manos ensangrentadas y susurra un no hay nada que hacer, ya esta muerta.
Eran las siete, las siete en punto de la noche.
Y sobre el mesón de la morgue veo su rostro, acompaño a sus familiares, todavía sonríe, sonríe con rabia, con coraje, con la esperanza de que su sacrificio no se extinga y su memoria pueda derrotar el olvido.
Eran las siete de la noche: Lo demás, como en el poema de Lorca, lo demás era muerte y sólo muerte.
LIBARDO VARGAS CELEMIN.
Profesor Asociado, Facultad de Educación.
Universidad del Tolima
9/09/2009
Llanto por Norma Patricia Galeano
Etiquetas: colombia, estudiantes, nuestramérica
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