A casi cuatro meses de conmemorarse 36 años de la muerte del destacado folclorista chileno, el tesón de su viuda Joan Turner y de sus hijas, logró que la investigación judicial llegara al punto que se creía imposible: individualizar al grupo de oficiales y conscriptos que perpetraron el asesinato. Las confesiones de los involucrados, entre ellos un conscripto que participó en forma directa en el crimen, permiten conocer las estremecedoras últimas horas de vida de Víctor Jara: un subteniente jugó a la ruleta rusa con él hasta que le descerrajó un tiro en su cabeza. Después ordenaron acribillarlo en un camarín de un subterráneo del Estadio Chile. También revelamos la historia nunca antes contada de cómo se rescató su cuerpo desde la Morgue. Junto al artista, fueron acribilladas otras 15 personas, entre los que se encontraba el ex Director de Prisiones, Litre Quiroga. Los detalles del homicidio fueron recabados en la presente investigación de Ciper. Por Jacmel Cuevas P, especial para CIPER
El caos, la incertidumbre y el miedo que reinaron en el país durante los primeros días tras el golpe militar de 1973 parecían, hasta ahora, haberse conjugado de manera perfecta para que el asesinato del destacado folclorista Víctor Jara siguiera siendo un enigma judicial, llevando incluso al juez que instruye el proceso, Juan Eduardo Fuentes, a cerrar el caso a mediados del año pasado, con un solo procesado como responsable del crimen: el comandante (r) César Manríquez Bravo, jefe del improvisado campo de prisioneros que se instaló en el Estadio Chile a partir del 12 de septiembre de ese año.
La decisión del magistrado fue cuestionada por los querellantes del caso, quienes incluso obtuvieron el respaldo del entonces subsecretario del Interior Felipe Harboe, para pedir la reapertura de la investigación, llamado al que se sumaron varios parlamentarios de la Concertación. La urgencia por revocar la decisión de Fuentes fue tal que incluso la autoridad gubernamental se sumó al emplazamiento público que hizo la viuda del artista, Joan Turner, para que cualquiera de las cerca de 6.000 personas que pasaron por el recinto deportivo en esa fecha (entre detenidos y uniformados), que pudiera tener antecedentes del asesinato se acercara a entregarlos, incluso, bajo la más estricta reserva.
Nelson Caucoto, abogado de la familia Jara Turner, relata que se recibieron muchas colaboraciones que podían aportar a esclarecer el homicidio, lo cual le permitió presentar un escrito solicitando más de 90 nuevas diligencias al juez. Y Juan Eduardo Fuentes reabrió el caso.
Sin embargo, ninguno de estos datos entregó pistas concretas para llegar a los responsables del crimen, cuyas identidades quedaron bajo el secreto de un grupo reducido de oficiales y conscriptos que estuvieron a cargo de interrogar a los detenidos en los camarines ubicados en los subterráneos del Estadio Chile. Fue la exhaustiva búsqueda de los conscriptos de distintos regimientos que estuvieron después del golpe en el Estadio Chile, la que terminó por dar las pistas de quienes fueron los uniformados que ultimaron con ráfagas de fusil a los cerca de 15 detenidos -entre ellos Víctor Jara- que fueron apartados de los restantes prisioneros al producirse su traslado al Estadio Nacional, entre el 16 y 17 de septiembre de 1973.
Las primeras horas del final
En la madrugada del 11 de septiembre de 1973, personal de varios Regimientos militares ubicados en regiones se trasladaron a Santiago, bajo la excusa de realizar los preparativos de la Parada Militar, para conmemorar el día de las Glorias del Ejército. Así arribaron a Santiago las unidades de La Serena y el Maipo, las que se constituyeron en el Regimiento Tacna. Otros efectivos provenientes de Calama y de la Escuela de Ingenieros de Tejas Verdes – comandada por el coronel Manuel Contreras Sepúlveda, quien a los pocos días iniciaría la organización de la Dirección de Inteligencia Nacional (DINA)- lo hicieron en las dependencias de Arsenales de Guerra.
Cerca de las cinco de la mañana de ese día, las tropas apostadas en esta última repartición fueron informadas del golpe de Estado, bajo la arenga del teniente Pedro Barrientos, quien los emplazó a participar en la toma del territorio capitalino bajo la premisa que en esa misión no habían rangos, que todos eran importantes en ese crucial y patriótico acontecimiento. El episodio ha sido relatado en las declaraciones judiciales de varios conscriptos de los regimientos Maipo y Tejas Verdes que llegaron desde la Quinta Región.
Tras el bombardeo a La Moneda y la muerte de Salvador Allende, cerca de 600 estudiantes y profesores se amotinaron en la Universidad Técnica del Estado (actual USACH) para resistir la ocupación militar. Sin llegar a producirse enfrentamientos, ya que casi no tenían armas, fue muy poco el tiempo durante el cual pudieron oponerse a la entrada de los uniformados.
Pasadas las dos de la tarde del 12 de septiembre comenzó el desalojo de los académicos y alumnos. Entre escenas de gran violencia y dramatismo fueron detenidos y trasladados al Estadio Chile. En ese grupo se encontraba Víctor Jara Martínez, profesor de esa casa de estudios. El procedimiento fue dirigido por el entonces capitán Marcelo Moren Brito, quien luego se transformaría en uno de los más temidos agentes operativos de la DINA. Al momento de ingresar al Estadio Chile, convertido en campo de prisioneros, a los detenidos se les quitaban sus especies de valor, se les anotaba su nombre y filiación política.
Antes de ello, durante la tarde del 11 de septiembre, después de encargarse del funeral de Salvador Allende, el comandante César Manríquez fue encomendado por el general Arturo Viveros (jefe del CAAE) para crear el primer recinto de detención que se debía instalar en el Estadio Chile. A la mañana siguiente, Manríquez se constituyó en el recinto. Poco después comenzaron a llegar los miles de detenidos que arribaban en buses de la locomoción colectiva y camiones del Ejército.
Según las propias declaraciones de Manríquez que, hasta ahora, era el único procesado en el caso, lo ocurrido al interior del recinto deportivo –construido sólo cuatro años antes de los hechos- era un escenario “dantesco” debido a la gran cantidad de prisioneros (5.600, según sus cálculos). El ex uniformado asegura que sólo contó con personal de apoyo del CAAE para custodiar el recinto, pero que en los subterráneos del edificio se constituyeron oficiales de Inteligencia de las distintas Fuerzas Armadas, cuyas identidades desconocía, ya que no habrían estado bajo su mando.
Esa es la razón con la que justificó haber montado una escena de terror para amedrentar a los detenidos. Colocó dos ametralladoras punto 50 –usadas en la Segunda Guerra Mundial- en los balcones del edificio, las que eran publicitadas por los parlantes como las “sierras de Hitler, capaz de partir a una persona en dos”. En el segundo piso también se instalaron potentes focos de luz, que permanecían encendidos día y noche, provocando que todos los que permanecieron al interior del Estadio perdieran la noción del tiempo.
Los primeros días de encierro fueron caóticos, ya que incluso se reventaron algunos alcantarillados, generando problemas de insalubridad. Tampoco tenían alimentos ni para los soldados ni menos para los prisioneros. La escasez de comida incluso provocó que los mismos militares saquearan negocios aledaños al recinto. Sólo al cuarto día, el 16 de septiembre, se recibieron algunas raciones para los soldados, según declaró el capitán David González Toro, encargado de abastecimiento del recinto.
Se desconoce la hora a la que ese miércoles 12 de septiembre arribaron los miembros de los servicios de Inteligencia de las Fuerzas Armadas. Lo que sí se sabe es que, tras su llegada, comenzaron a interrogar a los detenidos. Todo se anotaba en una ficha previamente confeccionada, donde se consignaba el nombre, la cédula de identidad, domicilio, filiación política, antecedentes de la detención y observaciones. En la parte inferior del documento, se añadía un pronunciamiento del interrogador en el que debía calificarlo como prisionero bajo las siguientes premisas: ley de control de armas, marxista o comunista y sobre la necesidad o no de someterlo a Consejo de Guerra.
Según diversos testigos que han declarado en el caso, previo al traslado al Estadio Nacional hubo muchos hechos de violencia en contra de los prisioneros. Se ha determinado que al menos tres personas habrían perdido la vida en las graderías del recinto. Una persona de contextura pequeña y delgada que muchos confundieron con un niño y que en un acto de desesperación se abalanzó sobre un conscripto, quien reaccionó descargando una ráfaga en su abdomen. Según testimonios, el comandante Manríquez felicitó al soldado por su “heroica labor”. Otro prisionero se lanzó del segundo piso gritando ¡Viva Allende!, mientras que un hombre joven fue muerto a golpes de culata en su cabeza por haberse negado a cumplir órdenes de los militares.
A esta cifra se suman otras 15 personas que habrían sido acribilladas junto a Víctor Jara en los subterráneos del Estadio, según la confesión del primer hombre en ser individualizado por la justicia como uno de los autores del asesinato del destacado folclorista.
Los hombres de Tejas Verdes
En sus declaraciones, todos los conscriptos que viajaron desde la Escuela de Ingenieros de Tejas Verdes (dirigida entonces por el coronel Manuel Contreras) a Arsenales de Guerra, en Santiago, coinciden en que las tropas venían bajo el mando del capitán Germán Montero Valenzuela, sumando un contingente de aproximadamente un centenar de soldados y una veintena de oficiales.
El 12 de septiembre, al llegar al Estadio Chile, el contingente quedó a cargo del comandante Mario Manríquez. Entre los oficiales que participaron en esta misión, los conscriptos mencionan a los tenientes Nelson Haase y Rodrigo Rodríguez Fuschloger, y a un subteniente que tendrá un papel decisivo en el asesinato de Víctor Jara.
La primera confesión que obtuvo el juez Fuentes sobre el crimen fue la del ex conscripto José Alfonso Paredes Márquez (55 años). El entonces joven de 18 años llegó a Santiago durante en la madrugada del 11 de septiembre de 1973, proveniente de la Escuela de Ingenieros de Tejas Verdes, donde desde abril de ese año realizaba su servicio militar.
Durante el día en que la vida de los chilenos se partió en dos, su sección fue enviada, al mando del teniente Pedro Barrientos, a custodiar el camino Padre Hurtado. Paredes dice haber sido una suerte de guardaespaldas del teniente Barrientos.
Al mediodía del 12 de septiembre, el contingente se trasladó, primero a Arsenales de Guerra y luego a la Universidad Técnica (actual USACH). Allí, pasadas las dos de la tarde, procedieron a trasladar a los detenidos al Estadio Chile. El mencionado oficial, junto a Paredes, acompañaron a bordo de un jeep la caravana de buses de la locomoción colectiva que trasladaron a los prisioneros. Una vez la misión cumplida, regresaron a Arsenales de Guerra.
El 16 de septiembre, cerca de las 18.00 horas, el escuadrón de militares llegó hasta el Estadio Chile, donde se presentaron ante un oficial de rango superior cuya identidad desconoce, quien les ordenó vigilar las casetas de transmisión del recinto. Y en el interior del Estadio, los otros conscriptos comentaban que ahí estaban detenidos el Director de Prisiones, Litre Quiroga; el cantautor Víctor Jara y el Director de Investigaciones, Eduardo “Coco” Paredes.
Siempre según la confesión de Paredes, al día siguiente, fue enviado al sector del subterráneo. Y permaneció como centinela en la puerta de uno de los camarines destinados a los detenidos. En ese camarín había 5 ó 6 oficiales de otros regimientos, con tenida de combate, cuya identidad desconoce desconoce. Los vio escribir en unos papeles los datos que le respondía un detenido al que observó sentado frente a un escritorio. En otro ángulo del camarín, Paredes vio a otros prisioneros mirando hacia la pared.
Unas horas después, llegaron a la habitación el teniente Barrientos y el subteniente que bajo las órdenes de Haase y Rodríguez estaba a cargo de los conscriptos. Traían a un detenido. Fue entonces que dice haber sido llamado, junto al conscripto Francisco Quiroz Quiroz (55 años), y que se les comunicó que el detenido era Víctor Jara. El grupo lo comenzó a insultar por su condición de comunista. Paredes lo miró y lo reconoció. Víctor Jara quedó allí, en ese camarín, custodiado por Quiroz.
Más tarde, recordará el principal testigo, el teniente Barrientos lo mandó nuevamente al subterráneo, al mismo camarín. Pero esta vez Paredes no encontró a nadie: ni interrogadores ni detenidos y tampoco a Víctor Jara. Pasaron las horas hasta que Paredes vio nuevamente llegar a los oficiales interrogadores. La orden fue precisa: traer a los detenidos que figuraban en una lista que uno de los oficiales le entregó a un cabo. Y nuevamente el mismo procedimiento: interrogatorio y las anotaciones en cada una de las fichas.
Y llegó la noche. Paredes se encontraba de centinela en el mismo camarín del subterráneo cuando observó el ingresó de unos quince detenidos. Y entre ellos reconoció a Víctor Jara y también a Litre Quiroga. Ambos fueron lanzados contra la pared. Detrás de los prisioneros, Paredes vio llegar al teniente Nelson Haase y al subteniente que también estaba a cargo de los conscriptos. Y fue testigo del minuto preciso en que el mismo subteniente comenzó a jugar a la ruleta rusa con su revólver apoyado en la sien del cantautor. De allí salió el primer tiro mortal que impactó en su cráneo.
El cuerpo de Víctor Jara cayó al suelo de costado. Paredes observó cómo se convulsionaba. Y escuchó al subteniente ordenarle a él y a los otros conscriptos que descargaran ráfagas de fusiles en el cuerpo del artista. La orden se cumplió. Todo lo que ocurrió fue presenciado por Nelson Hasse, quien se encontraba sentado detrás del escritorio de interrogación. Según el protocolo de autopsia, el cuerpo del cantautor tenía aproximadamente 44 impactos de bala en su cuerpo.
Pocos minutos después, el mismo subteniente que le disparó en la cabeza solicitó el retiro del cuerpo. Llegaron unos enfermeros con camilla, lo levantaron y metieron al interior de una bolsa y luego lo cargaron hasta la parte trasera de una vehículo militar estacionado en el patio trasero del recinto, al costado nororiente.
No fue fácil para José Alfonso Paredes Márquez confesar ante el juez lo que vio y protagonizó. Primero fue renuente a reconocer su real participación en los hechos. Y finalmente se quebró, empezó su relato y ya no paró. Este obrero de la construcción que fabrica casas en la zona del litoral central, reveló haber guardado el secreto durante casi 36 años, sin siquiera habérselo contado a su mujer. También hizo una aclaración ante el juez: durante los días posteriores al golpe, y como trabajaban casi 24 horas al día, la oficialidad les entregaba estimulantes para evitar el sueño y el hambre, por lo cual su relato podía no ser exacto en las fechas.
Lo que sí Paredes y otros conscriptos recordaron es lo que pasó luego que el cuerpo de Víctor Jara desapareció del camarín. Los otros 14 detenidos que venían con el cantautor y director teatral fueron acribillados con fusiles percutados por los propios conscriptos y oficiales presentes. Entre las víctimas cayó asesinado Litre Quiroga. Sus cuerpos también fueron cargados en el mismo vehículo. Poco después y al amparo de la noche, todos ellos fueron abandonados en la vía pública.
El último vía crucis de Víctor Jara
Durante la reconstitución de los hechos, los testigos pudieron recrear el miedo y el caos reinante en el Estadio Chile, clima al que tampoco escapaban. Escenas que enlazadas permiten reconstruir en forma difusa las últimas horas de vida de Víctor Jara y en las que aparecen nuevamente personajes ya conocidos.
Durante sus cuatro días de cautiverio, Jara fue reconocido por un oficial de Ejército que se hacía llamar “El Principe”. Otros testigos señalan que ese reconocimiento lo hizo un militar que no coincide con las características del mítico personaje del Estado Chile (ver recuadro), quien fue descrito como de una estura superior a 1.80 centímetros, rubio, de tez blanca, cara redondeada y de contextura atlética.
En lo que sí coinciden los testimonios de los prisioneros es en que Víctor Jara fue interrogado al menos dos veces en los camarines del recinto, ubicados en la zona nororiente del subterráneo. Allí fue sometido a diversas torturas, entre ellas la fractura de sus manos a golpes de culata.
Tras la segunda de esas sesiones, Víctor Jara logró acercarse a personas que habían sido detenidas en la UTE, quienes lo limpiaron y trataron de cambiar su aspecto cubriéndolo con una chaqueta azul y cortándole su pelo negro rizado con un cortaúñas. Los últimos detenidos que lo vieron con vida han dicho que estaba muy golpeado, con la cara hinchada y sus manos fracturadas. Muchos coinciden en que durante el traslado al Estadio Nacional, que duró muchas horas, su cuerpo sin vida fue visto en el hall del recinto, junto a otros cadáveres.
Se estima que el cuerpo de Víctor Jara fue encontrado el 17 de septiembre en las afueras del Cementerio Metropolitano, por funcionarios de la Primera Comisaría de Carabineros de Renca, quienes lo trasladaron como N.N. al Instituto Médico Legal.
Un funeral sin flores y en silencio
En los últimos meses de la investigación se han rescatado reveladores testimonios inéditos que ayudan a entender por qué, a diferencia de los otros prisioneros asesinados en el Estadio Chile, el cuerpo de Víctor Jara fue encontrado por su familia y pudo ser enterrado de manera clandestina en el Cementerio General.
Después de guardar silencio durante 35 años, Héctor Herrera Olguín, ex funcionario del Registro Civil y quien actualmente reside en Francia, relató ante el ministro Juan Eduardo Fuentes lo que vivió en esos días. Herrera explicó que el 15 de septiembre de 1973, el oficial designado como director interino del Registro Civil lo envió en comisión de servicio al Instituto Médico Legal (IML), lugar en donde se le ordenó medir, tomar las características físicas y las huellas de los cuerpos apostados en el estacionamiento del recinto.
Herrera calcula que había unos 300 muertos apostados en ese lugar, entre los cuales vio niños y mujeres. Unos veinticinco estaban rapados. Todos eran jóvenes. Le dijeron que correspondían a extranjeros. Durante todo el día Herrera vio llegar camiones del Ejército con más cuerpos. Y cada vez los mismos movimientos: los conscriptos los tiraban al suelo al interior del estacionamiento y luego, con algo más de delicadeza, funcionarios del IML los recogían y los apilaban en distintas partes de ese sector.
La investigación deberá determinar la fecha exacta en que fue asesinado Víctor Jara. Pero lo cierto es que el ex funcionario del Registro Civil recordó ante el juez que el 16 de septiembre, alrededor de las 9.00 horas, una persona a la que identifica como “Kiko”, oriundo de Chiloé, le señaló que entre los cuerpos apilados parecía estar el de Víctor Jara. Y con sigilo lo llevó frente al cuerpo. Al principio Héctor Herrera dudó que se tratara del mismo famoso cantautor. Estaba muy sucio, con tierra en las heridas, el cabello apelmazado entre tierra y sangre. A simple vista se le notaban heridas profundas en ambas manos y en la cara. Y tenía sus ojos abiertos, pero con una mirada tranquila. En una de sus muñecas vio un alambre con un pedazo de cartón donde estaba anotado “Octava Comisaría”.
Para salir de la duda, Héctor Herrera a escondidas anotó su número de ficha, sus características físicas y sus huellas dactilares. Para ello tuvo que abrir sus manos. No fue fácil: las tenía empuñadas, muy rígidas. Lo hizo con la ayuda de “Kiko”, comprometiéndose ambos a no decirle a nadie lo ocurrido. Terminada la misión, dejaron el cuerpo en el mismo lugar.
A primera hora del día siguiente, Herrera se fue directo a la sección dactiloscópica del Registro Civil, en calle General Mackenna. Allí y en la más completa reserva, le pidió a la funcionaria Gelda Leyton, que le buscase la ficha de Víctor Jara. A eso del mediodía, ambos comprobaron que efectivamente habían asesinado a Víctor Jara. Volvió a revisar los registros del cantautor. Y se percató que era casado. Anotó los datos de su esposa, Joan Turner Robert, y su dirección.
Ya había amanecido cuando el 18 de septiembre, en la casa de Víctor Jara, en calle Plazencia, en Las Condes, Joan Turner escuchó que alguien llamaba a su puerta. Salió a mirar desde una ventana del segundo piso. Un hombre al que no conocía le dijo que necesitaba hablar con Joan Turner. Ella bajó y se acercó a la reja de la casa. Herrera recuerda haberla visto muy nerviosa. Se identificó como funcionario del Registro Civil y le relató lo que había vivido.
Poco después ambos partieron de la casa en la renoleta de Joan Turner en dirección al IML. Entraron juntos. Pero no encontraron el cuerpo de Víctor Jara en el lugar donde Herrera recordaba muy bien haberlo dejado la tarde anterior. Se inició la búsqueda. Y llegaron al segundo piso del edificio, sitio a donde habían llevado los cadáveres que estaban para las llamadas “autopsias económicas”. En el lugar nº 20 estaba el folclorista. El cuerpo fue abrazado por su esposa, quien lloró en silencio tratando de no despertar sospechas. Estaba muy consciente de que no tenía autorización alguna para estar ahí.
El trámite del certificado de defunción lo realizaron en el primer piso. Para poder sacar el cuerpo en día feriado, Herrera invocó su calidad de funcionario del Registro Civil. Al ser consultado en la ventanilla por la causa de muerte y fecha de la misma, requisito indispensable para llenar el documento de defunción, Herrera sólo atino a decir que falleció por herida de bala el 14 de septiembre a las 5.00 horas. Fue el apresurado cálculo que logró hacer en esos pocos minutos al recordar que el cuerpo de Víctor Jara habría llegado al IML antes que él lo descubriera. La hora la sacó de un poema que le vino a la memoria sobre fusilados.
Como el cuerpo debía ser sacado en una urna y la esposa de Víctor no tenía dinero para comprarla, Héctor Herrera se contactó con su amigo Héctor Ibaceta Espinoza, a quien le pidió ayuda. Juntos fueron hasta calle Agustinas, en el centro de Santiago, a buscar el dinero. Pero Ibaceta decidió acompañarlos.
Alrededor del mediodía de ese 18 de septiembre, llegaron con el ataúd al IML. Sólo los dos hombres ingresaron a buscar el cuerpo de Víctor Jara. Su cadáver desnudo fue trasladado en una camilla metálica con su ropa doblada a los pies. Recogieron el cuerpo y lo pusieron dentro de la urna. La ropa fue depositada a sus pies. Lo cubrieron con un poncho nortino que traían y encima la mortaja. Cerraron la urna. El ataúd lo ubicaron en una sala que se utilizaba como velatorio.
-Nos prendieron unas cuatro ampolletas e hicimos entrar a Joan para que se quedara a solas con él, para que se despidiera de su marido. Estuvo alrededor de una hora –recordó el ex funcionario del Registro Civil.
Herrera agregó: “Posteriormente, concurrí al Cementerio General, ubicado al frente, para solicitar un carrito para trasladar el cuerpo, ya que era muy caro hacerlo en una carroza. Una señorita me indicó que no se podía hacer eso, pero al ver el nombre del occiso me dijo que para él si se podía. Volví al IML en compañía de un funcionario del Cementerio. Entre los cuatro colocamos el ataúd en el carro y lo trasladamos al campo santo, enterrando a Víctor Jara en un modesto nicho al final del recinto donde se encuentra hasta hoy. Fue enterrado sin flores y con la sola presencia de nosotros tres”.
Héctor Herrera siguió trabajando en el Registro Civil hasta 1975. Desde 1969 y hasta el día en que se fue se desempeñó en el departamento de Carné de Identidad. Debió abandonar al país como miles de otros chilenos llevando consigo un secreto que Joan Turner también guardó para protegerlo y que hoy le pertenece a todos los chilenos que podrán cantar con nuevas esperanzas “Levántate y mírate las manos. Para crecer, estréchala a tu hermano”.
http://ciperchile.cl/2009/05/26/los-estremecedores-testimonios-de-como-y-quienes-asesinaron-a-victor-jara/
5/26/2009
Los estremecedores testimonios de cómo y quiénes asesinaron a Víctor Jara
Etiquetas: chile, derechos humanos
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